Ocho Pecados Capitales

ORGULLO. Amo a este hombre. Me atraviesa el corazón. Me cuesta explicarlo. Siento que tiene todo lo que quiero, todo lo que necesito, todo lo que admiro en un ser. No me da miedo usar términos considerados anacrónicos, no me da miedo ser parte de alguien, de algo más grande que yo, no me da miedo dejar un poco de lado la individualidad para poder unirme al otro; no me da miedo... Míralo, qué ojos... Su piel... Cada arruga de su rostro es una marca de la sabiduría que emana y que me seduce hasta vaciarme en mí misma... Es una pena que tenga el ceño fruncido. Una lástima, que no entienda nada de lo que estoy pensando ahora mismo. Está enfadado, normal... Me habla y me argumenta su punto de vista de forma ordenada y meticulosa mientras yo ando aquí divagando sobre lo hermoso que lo veo, incapaz de pronunciar palabra, incapaz de decirle "lo siento". Dice que diga algo. Dios mío... ¿Dónde van mis palabras, cuando más las necesito? Me siento mal por lo que sucedió ayer, fue todo un malentendido, y, cualquiera podría entonar el mea culpa ahora mismo y terminar con todo esto. Su entrecejo dejaría de arrugarse, y toda la hostilidad de su expresión se desvanecería en esos ojos dulces de tierno mamífero que tiene... Pero me callo. Me callo porque siento hierro en la garganta. Me secciona la parte inferior y va apretando. Me ahoga, me constriñe. Me desgarra puro hierro afilado. Me corta cuando las palabras llegan a la parte superior, haciéndose paso forzosamente tras las salvajes heridas. Al llegar arriba del todo, siento la forma perfecta del objeto que me aniquila: unas tijeras se quedan clavadas en lo alto de mi pescuezo, atravesadas, impidiendo el paso del aire, de las palabras, pero también del reconocimiento, de la aceptación, de toda asertividad. Se me sobrecalienta el cerebro y la mirada; se me hiela la sangre y se me congelan las extremidades. No me muevo. No pienso. No siento. Me pregunta "¿Myriam, estás ahí? ¡Di algo! ¡DI ALGO!". Veo la desesperación en su rostro; la impasibilidad, en el mío. Está agitado; yo, impertérrita. No respiro. No soy dueña de mis palabras. No entiendo qué me pasa. No soy dueña de mí misma. Mi psique se disocia del cuerpo. Grito hacia adentro que lo siento, que aquéllo no tiene mayor importancia, le explico qué ocurrió, y qué me ocurre, una narración subida de tono pero fielmente explicativa; pero son gritos ahogados y desconsolados; hay dolor y hay llanto. Hay el frío, y el vacío. Lo que digo en mis entrañas es poderoso, estruendoso; pero no más que lo que me aprieta la garganta, ahora ya rendida ante la brutalidad de esta fuerza que puede conmigo.
GULA. Dicen que no hay nada peor que pasar hambre. Sé que no. Pero también sé que sólo hay una cosa que puede igualarlo: tener un hambre insaciable. Hambre de más, de mucho más. Hambre de tener más hambre, hambre de querer. De querer comer en restaurantes cada semana, viajar cada dos meses, ser la mejor de clase, ser la mejor en el trabajo, tener más amigxs, tener la casa más original, el vehículo más apropiado. La ropa que más tendencia crea, lxs hijxs más guapxs, más libros, ¡quiero más libros, no tengo suficiente! Quiero comer un buen entrante, un primer plato, así hasta arriba, y un segundo que me deje llenísima. Quiero un postre recio, muy dulce que me ahogue y me haga entonar "ya no puedo más". Quiero rendirme y entonces pedir un café para rematar la faena. Quiero quedar extasiada al ganar esta lucha contra el objeto devorado. Quiero más dinero, quiero ganar ese concurso. Quiero más cosméticos, menos arrugas. Más éxitos, y muchos menos fracasos. Quiero hacerme las cejas, el pubis, las piernas, el bigote, ¡aunque no tenga! Me tengo que teñir el pelo y pintarme las uñas. (¡¿Porque no me coloreo el alma, ya que estoy?!) Quiero estar con un hombre, y estar con muchos hombres, y también con alguna mujer. Quiero beberme el juicio, el viento, las emociones, la sangre. Quiero comerme la tierra que piso, las plantas y la carne, la violencia y la paz, tu departamento y mi casa. Quiero estudiar mucho, leer mucho, beber mucho, ¡tengo sed! Tengo sed de conocimiento, ¡me muero por saber y quiero ser sabia! Quiero saberlo todo para atacarlo todo y defenderme de todo porque quiero comerme el mundo y ¡el mundo es mi campo de batalla! Voy a comerme al enemigo, y voy a comerme al mundo para tenerlo todo, y para que no quede nada para nadie, para que todo sea mío. Devoro al mundo porque aquí dentro no hay nada, y me lleno... sabiendo que, una vez más, esta digestión llegará a su fin, al contrario que la sed y el hambre en cuyos ciclos me hallo, atrapada.
PEREZA. Me hallo aquí, presente. Introducida en mí misma, absorta en mi ser. Agoto cada segundo pensando en nada, sintiendo la suciedad que me envuelve. Noto las sábanas de mi cama agarrándome; no me dejan salir. El exterior se percibe helado, angosto, hostil. No hay motivo aparente por el que hoy debiera salir de aquí dentro; de mi cama, de mi cueva, de mí misma. A lo lejos oigo una voz, que yo sofoco para seguir mi letargo. Plácidamente. En paz con mi sistema nervioso. Dejándome seducir sin medida por la idea de dejar mi cuerpo inerte, aquí, presente, sin hacer nada.
AVARICIA. Es increíble... otra vez todo este embotellamiento. Por la mañana me fui así al trabajo. Vuelvo 12 horas más tarde, IGUAL. Día tras día. Qué hastío. Esta gente, mediocre, ineficiente, que va por el mundo ciega y sin ambiciones... Paralizando sus vidas, ¡como paralizan el tráfico cada día! Me enciendo un cigarrillo y enciendo la radio para evadirme de los cláxones del exterior. Inspiro... y vivo. Succiono el humo del cigarro, éste me consume, y me recoloco en el asiento más cómodamente. Hubo un día en el que no había embotellamientos, ni distancias, ni esperas, ni soledad, ni dolor de cabeza desde las cinco de la tarde... Tampoco había éxito, ni reconocimiento, ni personas trabajando para mí. No había tanta eficiencia, ni autoexigencia. No había propiedades, ni grandes automóviles, ni joyas, ni galas. Tampoco había horarios tempestuosos, incompatibles con el mundo real... Suena un claxon: debo avanzar. Bajo la ventanilla para lanzar al suelo mi cigarro, la subo y pongo la primera. Hubo un día, en que llegaba antes a casa y los atascos no me molestaban. Entonces no había muchas de las cosas que ahora hay; había otras, cuyo valor soy incapaz de calcular.
LUJURIA. Él es el amor de mi vida. Me abrió en canal nada más conocerme. Yo me abrí a él de todas las formas posibles. Cada noche, cuando vuelve a casa, la habitación ha alcanzado esa iluminación ocre y lúgubre que impregna las paredes de misterio. Para cuando él se acerca a la cama, yo ya estoy temblando. El anhelo no me deja respirar. Y cuando se sienta y empieza a acariciarme, sin pronunciar palabra, pero observándome minuciosamente, mis pulmones se expanden... Una energía celestial se apodera de cada rincón de mi cuerpo y me siento convulsionar. Encima mío, mirándome muy de cerca a los ojos, susurra unas palabras. Y resurjo... Me introduce la vida, lamemos el sabor de la victoria por habernos conocido. Nos apretamos fuerte, sintiendo cómo el alma se abre, cómo mi vagina se abre, mi cabeza se abre, y se va... pero vuelve. Él la sostiene y me pone boca abajo, después se va al armario. Al volver me dice que soy suya y me da la vuelta. Todo lo que puedo hacer es entregarme a la dureza de las cuerdas y a la ternura de las manos que las sujetan. Creer. Confiar. Renunciar.
ENVIDIA. El otro día vi pasar a alguien junto a mí. Su mirada se cruzó con la mía y me atrapó. No pude apartar mis ojos de los suyos. Desde entonces, no ha habido día en el que no haya pensado en ella. Quiero verla, quiero ser como ella. Quiero tenerla cerca para aprender. Quiero estar conectada a ella, vivir como ella, vivir a través de ella... Quiero su ropa, su pelo, su conocimiento, su forma de mirar, su olor, la forma que tiene de sonreír o de despreciar a la gente. Quiero estar cerca. Quiero estar lejos pero saber dónde está, qué hace, dónde come, de qué habla... Cuando sepa todo eso, seré como ella. Ella es mi mejor versión de mí, mi yo mejorado. Mi yo desyoizado. Mi celadora. Mis inseguridades a flor de piel. Mis miedos irracionales asomando la cabeza. El pudor ante la sociedad. Mi cuerda atada a la peor parte de mí misma intentando resurgir, falsamente, hacia la luz de una cueva de mugre, silencio y humedad...
RABIA. Cuando ocurrió todo eso lo único que quería era coger una ametralladora y salir a la calle. Tenía claro a quién buscaba y qué le haría. Traté de observar la dimensión de mis problemas muchas veces, desde todas las ópticas posibles, pero, por más que indagara, la conclusión siempre era la misma: yo había hecho bien poco para que las cosas se dieran como lo hicieron. No quise ponerme en la tesitura de víctima, eso es algo de lo que siempre he estado alejada. Pero era irremediable reconocer que mi rol era ése, dadas las circunstancias. Cuando sientes rabia, rabia real, el estómago se vuelve acero. Hay algo en tí que no te deja vivir. Te aprieta cada centímetro de cada vena de tu cuerpo, es asfixiante. La cabeza no para de girar alrededor de la misma idea, y todo lo que se te ocurre es destrucción, muerte, justicia sangrienta. El juicio queda nublado por ciertas ganas de acabar con el foco del problema, con aquéllos que te han causado dolor. El pensamiento, se torna obsesivo, queriendo buscar un porqué, un motivo, u otra posible versión que cuadre más con tus sentimientos... Uno se vuelve obsesivo, pensando cómo habrían sido las cosas si hubiera dicho que no a tiempo, si se hubiera apartado de ciertas personas unos años antes. Persigues la idea de lo que es y lo que no es justo, y ahí te quedas... tumbado en un suelo sin fondo, observando los matices, anhelando las respuestas, gritando entre muros creados, alucinando ante imposibles, esperando unos brazos que te sujeten para no acabar arrancándole las entrañas a alguien. Rozas la locura, la miras acercarse a ti, y te quedas inmóvil, haciendo nada para evitar que te posea...
SOBERBIA. Era un día de verano. Salí de la casa de campo para sentir la suave brisa de un día tan contrastado con los anteriores de esa misma semana. A lo lejos vi que la maleza se terminaba y empecé a caminar para ver qué se escondía tras ella. Ante mis ojos se abrió paso una enorme ciénaga. Me acerqué, sintiendo algo que recorría mi cuerpo, acariciándolo, sosteniéndolo en el aire y acompañándolo suavemente hacia el agua. Al asomarme, me embargó una sensación que tal vez no vuelva a conocer nunca más, porque la mujer más bella me esperaba en el fondo de la ciénaga. Sus ojos, con esa mirada psicopatizada que me atravesaba, imperturbables, estaban fijados en mí, y me ruboricé. Su cuerpo, emanaba una armonía impertérrita que fácilmente podía, incluso, llegar a ofender al otro. Sus manos, cubiertas de anillos de oro y piedras preciosas, se movían al ritmo de la naturaleza que la rodeaba. Su pelo colgaba por debajo de los hombros, y se enredaba con las algas en el agua. Su figura estaba difuminada entre el azul de la ciénaga y el brillo del sol. Me acerqué más para verla mejor... Para sentir su mirada de cerca. Sus ojos tenían cenefas, su piel era dorada. Di un paso hacia adelante. Su pelo, tejido con hilos de plata, parecía tan suave... que habría regalado todas mis joyas por poder tocarlo. Otro paso, y pude discernir las formas de su cuerpo, curvilíneas, exuberantes, drásticas y juguetonas; se movían levemente y me invitaban a conocer más... Para ese momento, yo ya no era yo. Yo era ella, vivía en ella, me veía a mí, acercándome más y más, como si fuera ella. Entonces, sacó de detrás un espejo de pan de oro y me habló con la mirada. Yo ya no era yo. Mi cuerpo me pesaba y se caía, y caía, y caía... Pero no encontró fondo alguno, al igual que ninguna de sus intenciones y devociones.